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| Sandra López Vigil |
Narrativa
Buenos Aires
de Pentagrama
Cuentan que existe una canción que guarda en sus versos
encriptado el silencio. Cuentan que al cantarla el corazón se va llenando de
arena. Cuentan que sólo puede entonarla aquél que haya sido nombrado Señor del
Destierro.
Suena tu cuerno de caza en la noche. Sobre los labios sellados el aire huele a flores secretas. Mi brújula infiel te sigue como un perro.
Suena tu cuerno de caza en la noche. Sobre los labios sellados el aire huele a flores secretas. Mi brújula infiel te sigue como un perro.
[...]
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| Raven |
Raven
Negro el
universo, ávido, en su pelo se atraganta y vomita la luz.
Así guarda el
gato que dormita indolente, espejo imprevisto del umbral, la llave de
todos los misterios.
Hortensias y lavandas
Dicen en Oriente que hay cosas que desean suceder juntas.
Pero la frontera entre el jardín y la galería embaldosada de la casona de los
Urtizberea queda en Occidente y tal vez por eso no hay nada que parezca
buscarse en el cruce de Rosa Alvarado y Helena, la jardinera.
Rosa Alvarado limpia bien y es de confianza. Viene de alguna tierra firme y seca cuyo nombre los Urtizberea olvidaron aún antes de escucharlo. No se le conoce familia ni varón.
Helena, o Helen como los Urtizberea la llaman, no es de acá, se le nota en el color de los ojos y en la educada distancia con la que trata a todos por igual.
Dos veces por semana Helena dice buenos días y Rosa Alvarado levanta la cabeza y niega los ojos. El resto de la mañana transcurre en silencio.
El silencio de Helena es un viento que pasa por la piel sin verse en las hojas. El silencio de Rosa es un insulto monocorde y malogrado. A Rosa Alvarado le faltan las palabras para deletrear el resentimiento. Por eso lo escupe con la escoba sobre los canteros de hortensias y lavandas que bordean el patio. Hasta alguien tan bruto sabe que las flores sienten antipatía por los perfumes artificiales. Pero los pies de Helena son blancos y pequeños y andan sobre el césped sin llevarse el rocío.
Dos veces por semana, mientras las manos de Helena buscan la cintura de los brotes, la tierra se traga la espuma rabiosa de los detergentes y todos los muertitos de Rosa Alvarado se ponen de costado en sus tumbas para esquivar la vergüenza.
Y es así hasta que la tijera de podar, empujada por alguna fuerza invisible, cae desde la balaustrada donde reposa a las baldosas del patio. Cae peligrosamente cerca de las ojotas gastadas. A Rosa Alvarado se le va la mano y la intención: con un violento escobazo –que hace palidecer las prácticas de los Urtizberea en el green- coloca la tijera de podar junto a los pies de Helena que trasplanta unas begonias donde termina el camino de piedra.
Helena, la jardinera, sin sacarse los guantes, recoge la tijera y se incorpora. Algo sordo y caliente se despierta en el bajo fondo de su vientre, se desenrosca y le alcanza el pecho. Del pecho a las manos, es cuestión de segundos. Helena atraviesa el jardín de los Urtizberea, cruza la frontera que lo separa del patio y vuelca, con un solo movimiento, toda la bolsa de abono sobre las baldosas recién baldeadas. Y mientras los muertitos de Rosa Alvarado se doblan de risa en sus tumbas, deja caer la tijera sobre la pila de estiércol y vuelve, por el camino de piedra, junto a las begonias.
Rosa Alvarado va a tener que volver a llenar el balde. Pero antes recoge la tijera, la limpia con el delantal y la deposita sobre la balaustrada de madera blanca, que en la casona de los Urtizberea, separa el jardín de la galería embaldosada. Lejos, todos sus muertitos duermen por fin el sueño de los justos.
Rosa Alvarado limpia bien y es de confianza. Viene de alguna tierra firme y seca cuyo nombre los Urtizberea olvidaron aún antes de escucharlo. No se le conoce familia ni varón.
Helena, o Helen como los Urtizberea la llaman, no es de acá, se le nota en el color de los ojos y en la educada distancia con la que trata a todos por igual.
Dos veces por semana Helena dice buenos días y Rosa Alvarado levanta la cabeza y niega los ojos. El resto de la mañana transcurre en silencio.
El silencio de Helena es un viento que pasa por la piel sin verse en las hojas. El silencio de Rosa es un insulto monocorde y malogrado. A Rosa Alvarado le faltan las palabras para deletrear el resentimiento. Por eso lo escupe con la escoba sobre los canteros de hortensias y lavandas que bordean el patio. Hasta alguien tan bruto sabe que las flores sienten antipatía por los perfumes artificiales. Pero los pies de Helena son blancos y pequeños y andan sobre el césped sin llevarse el rocío.
Dos veces por semana, mientras las manos de Helena buscan la cintura de los brotes, la tierra se traga la espuma rabiosa de los detergentes y todos los muertitos de Rosa Alvarado se ponen de costado en sus tumbas para esquivar la vergüenza.
Y es así hasta que la tijera de podar, empujada por alguna fuerza invisible, cae desde la balaustrada donde reposa a las baldosas del patio. Cae peligrosamente cerca de las ojotas gastadas. A Rosa Alvarado se le va la mano y la intención: con un violento escobazo –que hace palidecer las prácticas de los Urtizberea en el green- coloca la tijera de podar junto a los pies de Helena que trasplanta unas begonias donde termina el camino de piedra.
Helena, la jardinera, sin sacarse los guantes, recoge la tijera y se incorpora. Algo sordo y caliente se despierta en el bajo fondo de su vientre, se desenrosca y le alcanza el pecho. Del pecho a las manos, es cuestión de segundos. Helena atraviesa el jardín de los Urtizberea, cruza la frontera que lo separa del patio y vuelca, con un solo movimiento, toda la bolsa de abono sobre las baldosas recién baldeadas. Y mientras los muertitos de Rosa Alvarado se doblan de risa en sus tumbas, deja caer la tijera sobre la pila de estiércol y vuelve, por el camino de piedra, junto a las begonias.
Rosa Alvarado va a tener que volver a llenar el balde. Pero antes recoge la tijera, la limpia con el delantal y la deposita sobre la balaustrada de madera blanca, que en la casona de los Urtizberea, separa el jardín de la galería embaldosada. Lejos, todos sus muertitos duermen por fin el sueño de los justos.
Una verdad pequeña como una semilla
Tal vez todos nacemos cobijando una verdad -una verdad pequeña como una
semilla, una semilla pequeña como un grano de arena- y nuestra tarea consista
en desguarecerla, quitarle suavemente los velos, uno a uno, como quien desnuda
a un recién nacido. Tal vez eso sea todo lo que tenemos que hacer. Dejar
aquello librado a la intemperie del mundo. No es tan malo. A veces vendavales,
a veces
soles incendiarios, a veces jazmines y rocío. Nada que una verdad, pequeña como
una semilla, no pueda soportar.



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